Mientras el mundo condena toda forma de violencia contra las mujeres, en Barrancabermeja (Colombia) el fenómeno crece. Las autoridades hablan de denuncias falsas para acallar las protestas y los medios más conocidos del departamento replican las voces oficiales, pero no les dan voz a los testimonios de las jóvenes estudiantes. Ellas me escribieron para contarme que los casos van más allá de desapariciones puntuales: el terror es cotidiano.


Si hay una partida que como humanidad hemos jugado, y perdido infinitas veces, ha sido la que jugamos contra el miedo. Reflexiono sobre ello luego de salir de mi apartamento y coincidir con el vecino de enfrente. El pobre hombre, a cinco metros de mí, huyó por las escaleras para no cruzarse conmigo. Mi papá, que en dos semanas cumplirá 90 años, ha visto cómo los vecinos corren también para no acercarse a él, ya sea por miedo o por benevolencia. Él, por solitario que sea, ahora se siente más solo al haberse restringido su contacto con otros seres humanos. Vive con mi mamá y en medio del confinamiento ninguno de los dos puede salir y en la tienda de abarrotes no les contestan para llevarles un domicilio.

        


Borrón y cuenta nueva. Arrancamos de nuevo. El agua sigue siendo mi tema y no lo puedo dejar atrás, más aún cuando leo las noticias y encuentro que el 41% de California sufre sequía severa y el resto, sequía extrema o intensa. El césped natural se reemplaza por pasto artificial, hay pueblos que piden donaciones de agua embotellada y hay señales de ahorro por doquier. Cuando ocurre esto, me pregunto si la novela "La sed" no está a las puertas de volverse realidad en algunos lugares del mundo. Quisiera que no sucediera.




¿En esta imagen, qué parte del cuerpo está expuesta, qué brazo, cuerpo, pierna o brazada surge del reflejo y de la refracción en el agua? Los científicos explican que ningún color que vemos es en realidad como lo percibimos. El agua nos demuestra que nada es como creemos y que los cuerpos se desdoblan al igual que las posturas intransigentes y únicas. Abrir la mirada es la única opción para entender.






El vaho producido por el agua caliente subió desde la llave del agua hasta su cuerpo e invadió la ducha mientras difuminaba su figura en cuestión de segundos. La imagen quedó grabada en mi memoria: era como una metáfora de la nostalgia producida por el agua caliente: borroneaba todo y sin embargo lo volvía más deseable. Meses más tarde, cuando ella se ubicó detrás de una red de pesca tendida sobre un parapeto en las playas de Santa Marta, recordé ese instante y vi en la malla una especie de vaho que la cubría. La retraté. Parecía atrapada por el vapor, congelada en la nostalgia más pura.







El agua hace que muchas de las imágenes parezcan pintadas. Ese juego estético me ha permitido encontrar imágenes que prácticamente son pinturas, salvo por el hecho de que son fotos logradas en momentos imprevistos. Los juegos de espejos, las refracciones, el agua misma, las gotas y el vaho permiten el juego. Este es un ejemplo.









"Buscó los labios cuarteados y llenos de arena. Con torpeza, tanteó en el aire hasta encontrarla. Con la certeza de que no serían capaces de revivir nada en otro momento, que se desconocerían si se vieran a la luz, que se avergonzarían si desapareciera la noche, recorrieron sus pieles famélicas y sus huesos marcados. Se despojaron de las prendas cargadas de arena y hallaron su piel infamada de polvo".


De la novela "La sed", de Enrique Patiño.





La teoría cuántica se asemeja en algo a esta imagen: una parte visible, la que conocemos e identificamos, limita nuestro conocimiento de las leyes físicas que rigen el Universo. Existe otro universo paralelo de partículas semejantes que no podemos imaginar porque nuestra mente no lo permite. Martina García, dividida por el agua, representaría ese universo conocido. Pero la fascinación por lo que veo está unida ahora a la emoción por lo que desconozco. Sumergirse, ahondar, buscar donde aparentemente no hay nada: esa es la opción.







Dice Borges que todos los nombres fueron escritos en el agua, porque tarde o temprano se diluyen. Seguramente también lo harán las imágenes. Si ese es el destino de estas fotografías, entonces será su fin natural. Porque cada una de ellas, como esta, es una invitación a sumergirse, a diluirse y fluir. Nada más.





Cuando llueve solemos cubrirnos. El agua daña los peinados y corre el maquillaje.  Pero también embellece. Nuestros ángulos son otros, nuestra expresión se enriquece de matices. Que llueva, truene y relampaguee si con ello nos reinventamos.






Sucede que a veces en la vida todo se desmorona. Que los cimientos colapsan, los techos caen, las paredes se vienen abajo. Que las certezas caen por su propio peso. Y entonces queda poco o nada. Salvo ese impulso vital llamado amor. Y como su símbolo, esa persona que ha estado siempre, que ha luchado por uno, que ha apostado su vida por permanecer al lado. Ella, entre las ruinas, en medio de los derrumbes, es lo más cercano a la salvación. Puede caerse el mundo si bien lo desea si ella sigue allí. Ella es el agua que apaga la sed. 




¿Cuál de los dos es el reflejo? ¿El del agua, que hace 2.000 millones de años vio nacer de sus mares los primeros cuerpos que buscaron la tierra para caminar y alimentarse? O el de tierra firme, que se busca en los espejos para entender quién es y qué hace en este planeta? ¿O los dos, que siempre se buscan? Me quedo con esa idea: siempre nos duplicamos. En el agua no tenemos sombra sino reflejo: nuestra parte oscura fluye. Y ambas son bellas. Ambas provocan la sed.
















Y despertarse en el sueño, húmeda, bañada por una sensación que tomó vuelo y ahora invade el cuerpo, para darse cuenta de que se está inundada por el deseo. También esa es otra clase de sed. La del agua que se hace en la boca, la del agua que nos pide beber de la orilla de la piel. Mientras despertamos, el grifo corre y la tina se inunda.






Si usted detalla un espejo de agua se dará cuenta de dos cosas: para que exista es necesario que haya quietud; además, para que pueda reflejarse, la luz debe provenir de un ángulo específico y el fondo opaco ayudar a la imagen a definir sus formas. Lo más bello de los reflejos es que son, siempre, imperfectos. Insisto: nadie nos refleja mejor que el agua: nunca somos lo que aparentamos. Pero es en la quietud, en la calma, en la capacidad de detenernos y detallarnos cuando mejor nos vemos en nuestro espejo de agua: volátiles, fugaces, simples reflejos de luz, duales, y sin embargo magníficos en nuestra duplicidad.



 


El mitológico nacimiento de Afrodita, quien emerge de las aguas del mar, ha sido llevado al arte por antiguos como Apeles o creadores del Renacimiento como Botticelli. Es una de las imágenes más poderosas del mundo: que la diosa de la belleza y del amor surja de entre las aguas no deja de inspirar generaciones. Porque cuando uno retrata imágenes como esta, entiende cómo en los últimos 2.300 años de historia conocida la idea de que del agua nazca lo hermoso sigue siendo un hecho.








"Ese terreno que muchos llamaron terruño porque les fue afín, y que luego pasó a ser un suelo pisoteado, y que se fue quedando solo mientras las ciudades se rebosaban. Suelo agotado. Suelo que se cansó ya, se repetía, acelerando el paso, con la sed clavada en la garganta. Y ahí, en esas ruinas, los últimos humanos que se resistían a abandonarlo todo". Fragmento del libro La Sed.





Hay momentos de perfección en los que todo fluye y encaja, y en los que no hay nada que hacer salvo sentir el flujo de la poderosa energía del entorno. En la cascada torrentosa que desciende tras las lluvias del invierno en el país, Sandra ejecuta una asana de yoga. Ella no lo sabe, pero yo obturo la imagen y me detengo. Bajo la cámara, olvido el trabajo y me estremezco: la belleza me roba el aliento mientras el vapor de agua salpica mi cámara y mi rostro. Corre una lágrima de emoción.




Agua somos y al agua volvemos. Me lo decía Diana, sentada en la orilla, cuando le pregunté por qué regresaba año tras año a los mismos lugares de agua cálida del trópico. Ella, como todos nosotros, somos dos al mismo tiempo: ese cuerpo presente que vive el día a día, y esa sombra que dejamos en los lugares que nos atrapan y que nos invita a volver porque allí se queda una parte nuestra. En el agua, la sombra de Diana no se diluye: resurge de ella como si se tratara de una moderna Afrodita.






En la cascada impetuosa crecida por este invierno de intensas lluvias en todo el país, las manos de Sandra Sierra parecen fundirse en el agua que cae. También sus brazos que, al parecer, nacen de ella. No es casualidad: el 70 por ciento de nuestro cuerpo es agua; de ella salieron los primeros seres vivos; a ella volvemos cuando nos atormenta la sed. Pensar que pueda contaminarse por la pereza de levantar los desechos o porque las empresas arrojan sus desperdicios nos duele. Pero mientras, levantamos los brazos. Y nos fundimos en su fuerza y presencia.












El agua cayó con lentitud sobre el centro del cráneo, y se deslizó por los cabellos largos y castaños hasta bañar los hombros, a la manera de las emociones profundas: como una onda expansiva, capaz de remecerla en sus cimientos y de erizarle la piel sin atenuantes ni vergüenza.



Fragmento tomado de la novela La sed.






Los
cielos se fueron poblando de plásticos, los caminos taponados de
desperdicios, los rellenos sanitarios desbordados, los aparatos electrónicos
desechados con sus tripas de circuitos abiertas al sol, el paisaje  se
transformó cuando se cubrió de nubes cerradas y bajas. Entre todas las
imágenes, como un hilo conductor, como el alambre que cruza las tapas
aplastadas de metal que ligan a una pandereta, estaba la fría ira de haberlo
perdido todo y de seguir sobreviviendo.



Fragmento tomado del libro La sed.





Vamos y volvemos. Vamos y volvemos por la vida. Vamos y volvemos por los días, la rutina, los errores, las presiones, los trabajos incómodos, lo funesto y también lo placentero y lo glorioso. Igual a como lo hace el mar, en su rutina, vamos y volvemos por las mismas orillas. Y sin embargo jamás somos los mismos. Jamás nos repetimos. Nunca la ola es igual ni la orilla permanece idéntica. No nos damos cuenta de lo que el agua nos enseña, de que siempre somos otros.  






Hay pequeños actos de fe en los que creo por un defecto profesional venido del periodismo: si uno habla de la degradación del mar y solo muestra la contaminación y las cifras, lo más probable es que la gente lo pase por alto. Algunos lo leerán, por fortuna, pero el grueso del público acostumbrado a las noticias ligeras lo verán de reojo. Pero ese público necesita saber lo que ocurre. Así que si una mujer como Didi del Mar acepta posar en las playas limpias que quedan cerca de Santa Marta; si la arena y el mar se ven en la imagen como eran antes, si hay belleza y armonía en la imagen, quizás provoquen el deseo en muchos de recuperar lo que parece perdido. Yo creo en el poder de la belleza para emocionar. Tal vez si amamos algo nos duela más saber que lo estamos perdiendo.






Diana Hoyos nació en Medellín, pero su cercanía con el mar define su espíritu viajero. Aunque ahora vive en Sudáfrica, cada vez que vuelve al cálido mar del Caribe entra en contacto con su esencia más íntima. Por eso mismo le preocupa lo que suceda con el agua. Esta imagen representa su preocupación y la mía: su cuerpo descansa sobre una canoa invadida por la arena en una playa con las redes depuestas en la orilla: el cuerpo humano abandonado a merced de la sed. En pocas palabras, náufragos perdidos en la arena.









En mi infancia, el mar de Santa Marta permitía ver el horizonte y la sensación para quienes lo hacíamos era de una plenitud sin fin. Ahora, como se ve en esta imagen que capté desde la bahía de El Rodadero, priman los buques carboneros y el paisaje es una suma de siluetas que el año pasado llevaron al mundo 55 millones de toneladas gracias a cuatro puertos ubicados en un espacio mínimo de 28 kilómetros. En 2010 ya se habían hundido nueve barcazas con 600 toneladas de carbón cada una. La pesadilla ha continuado desde entonces. En el Día del agua, mi ruego va por el agua que escasea en todo el mundo, pero en especial por el mar de Santa Marta.








En el agua y en la sed nos reflejaremos. En el líquido encontraremos nuestro rostro, como visto a través de un espejo, y en la sed el reflejo de lo que hemos perdido. Si seguimos minando los recursos, ambas se unirán en un solo deseo de bebernos de un sorbo la vida misma.







Después de la sed, ¿qué viene?, me preguntan. Si la sed persiste, nada viene y tampoco hay salvación. Pero si se apaga y llega el agua, si llega el júbilo y vuelve la calma, al menos debe quedarnos la reflexión. Así es: tras el ardor de la garganta y la desesperación, deberíamos conservar el instante de lucidez en el cual,  humedecidos por el líquido, adquirimos la conciencia de que no nos pertenecía. Sus aguas nos visten de humanidad cuando comprendemos que sin ellas estamos desnudos.












Sequía. Miles de desplazados huyen en busca de agua. Un país colapsa. Las autoridades solo defienden los pocos lugares donde aún hay reservas. Los asaltantes pululan. 


Quince años atrás, un hombre lo perdió todo. Ahora trata de sobrevivir a solas en un paisaje árido, en el que cada día parece ser el último. De pronto se encuentra con una joven agonizante. Para salvarla debe salir del territorio de la prudencia. ¿Le queda al hombre un resquicio de humanidad? 
¿En qué acabará un mundo que está acabando? 

Esta prodigiosa novela recrea un escenario apocalíptico que es aterrador pues no está tan lejos de ocurrir. Aun así, los dos protagonistas de esta historia se quedan para siempre en la memoria del lector porque afrontan con fuerza las necesidades más extremas que alguien pueda padecer. El autor pone a prueba la humanidad de sus personajes en un mundo y un ambiente escabrosamente bien construidos. 

Una novela que dará mucho que hablar pues, además de la vigencia del tema, demuestra que su autor tiene un talento narrativo excepcional que promete seguir sorprendiendo. 












Las ciudades se irán despoblando. Poco a poco los migrantes ocuparán las vías vacías de las áreas rurales, habitarán de nuevo los lugares dejados atrás durante décadas, intentarán arar en las parcelas abiertas y secas. En días de sequía extrema, en jornadas de poca lluvia y de sol intenso, huirán de nuevo, a la inversa, en busca del agua. Serán tiempos de horror. Correrás, lo sabemos, con un nudo de sed en la garganta. 








Las previsiones del tiempo ven una semana más allá de nuestros paraguas. Y siempre, con un margen de error significativo. Pero todos tenemos una certeza oculta, un miedo latente, el cual sabemos será real tarde o temprano: formaremos parte de un paisaje árido, y nuestra lucha será por encontrar agua. Nos fundiremos algunos en el paisaje hasta desaparecer en él. Un vaticinio extremo del clima augura días de sed.  







"Apenas sintió sobre su cabeza las primeras gotas, gritó de júbilo. El agua cayó con lentitud sobre el centro del cráneo, y se deslizó por sus cabellos largos y castaños hasta bañar sus hombros, a la manera de las emociones profundas".

Fragmento de la novela La sed, de Enrique Patiño










¿Será que cuando llegue La Sed iremos cumpliendo de forma casi natural con el proceso que viven las gotas de agua cuando salpican en los cristales? A medida que la temperatura aumenta, estas languidecen y desaparecen. Lo sé: es apocalíptico. Pero si el agua escasea a niveles alarmantes, nos difuminaremos como Belén detrás del vidrio, y las pocas gotas remanentes se aferrarán con furia hasta que el calor finalmente las venza. Pero no: yo no quiero que Belén se esfume, ni que las gotas se disipen ni que estas palabras sean ciertas.




El ser humano encontrará la paz en la sed. En aquella sensación que nos sobreviene cuando entendemos que quizás todo lo demás es inútil, que salvo respirar y beber nada más nos sostiene. Será la meditación perfecta. El nirvana ansiado, interrumpido apenas por el eco de la saliva que se agota y de la boca que se seca.






Le pido a la joven que piense en una sequía extrema; que recuerde esas jornadas aciagas en las que corría de niña y se le secaba la boca, y nada era más importante que volver a casa para tomar un vaso de agua. La propuesta surte efecto y pocos segundos después se arrastra por entre la tierra árida. Jadea de verdad. El sol de las diez de la mañana quema su piel y la tierra seca araña sus rodillas. El sol a sus espaldas es su pesada cruz por un instante.








Estefy se sostuvo a la base de una columna de tierra en un terreno que alguna vez albergó un mar, y que luego fue una llanura verde, recorrida por animales que bebían en humedales bajos y en ríos que se fueron secando. Hoy es el desierto de la Tatacoa, y se expande. La joven vive en uno de los pueblos más cercanos, Villavieja, y conoce su terreno. Cuando abraza la columna, también abraza un lugar que ama, porque le parece bella su desolación. Así es. Es bello porque está desnudo de su pasado. Y todo dolor tiene su belleza.


















El plástico nos tiende trampas. Si vamos a la playa, allí está, flotando entre las olas. Si nadamos entre los ríos, en los remansos se acumulan las bolsas abandonadas. Si entramos a un lago, las vemos sobrevolando como aves sin rumbo hasta caer en un punto indefinido. Es tan común, que pocos se percatan de que el   agua misma naufraga entre sus bolsas. Y nosotros, nosotros con ellas.




"Siente la sed", le digo. Ella entreabre los labios y cierra los ojos. A los pocos segundos siente el tormento de no beber. Pienso, gracias a su transformación, que la sed es un recuerdo adquirido. Que aun quienes jamás la han sufrido saben a qué se enfrentan. En algún resquicio del ADN memorioso de todos nosotros está la angustia de haberla sufrido. En algún momento de los extremos fríos y los océanos por doquier todos debimos sufrirla. Ahora, el líquido escasea. Y sabemos, intuitivamente, que no estamos preparados.




Instrucciones para una foto en el agua: convencer a quien decida entrar en ella de dejarse fotografiar; pasar desaparcibido mientras la persona se sumerge; intentarlo ferozmente, aunque la persona vea una cámara, hasta que esa persona se desacostumbre a la presencia insidiosa del fotógrafo; esperar a que se relaje, a que el agua opere sobre sus músculos, a que olvide el exterior... solo entonces estará la foto lista, cuando esa persona se convenza de que forma parte de la belleza, fluya y sea agua en movimiento dentro del agua misma; hacer click y mirar el resultado.





El deseo está asociado al líquido. En la humedad nace el erotismo o, más bien, digamos la verdad: es su consecuencia. Juli lo experimentó cuando confundió el sudor de su cuerpo en el calor intenso de Cartagena al mediodía con el goteo de la ducha a la que entró para refrescarse. Las dos humedades, la del calor y la de la frescura, se unieron en el vidrio. Nosotros no sabemos eso: solo vemos la humedad y la asociamos con el erotismo de la piel salpicada por el agua.







¿Es posible caminar sobre el agua, más allá de la leyenda bíblica? El basilisco, un diminuto y ágil reptil, lo logra gracias a las membranas de sus patas traseras que le dan apoyo para sostenerse en pie. Acá, en la bahía de Gaira, en Santa Marta, sucede por un instante gracias a la velocidad de obturación que congela el paso final de un niño de doce años, Camilo, en su salto desde el muelle hasta un declive de la playa, que alcanza los dos metros de profundidad. Un instante después, el caminante no existía en la imagen siguiente. El mar parecía haberlo devorado.





La ironía del agua es que nos exige ser equilibrados: si no la tomamos, morimos. Si la bebemos en exceso, también. Es imposible anegarnos en ella. Es imposible renunciar a ella. Permite los excesos, pero solo sobrevive aquel que sabe dosificarse.





Las sirenas de hoy han abandonado el agua. Se les ve deambulando por las calles. Ni siquiera saben ya que pertenecieron al mar. Han perdido sus atributos de pez y solo recuerdan de tanto en tanto algo del pasado cuando un desengaño las impulsa a llorar y el sabor salobre de las lágrimas les trae a colación su origen. Si no vuelven es porque la pesca sin recato las atemoriza. Llevan el mar en los ojos y la sensibilidad del agua en la piel.







Cuando el espejo nos duplica, nos reinventa: por mucho que nos veamos iguales, nunca nos refleja de idéntica manera. Belén lo supo cuando accedió a que buscara su reflejo fantasmagórico en el vidrio templado de la habitación, y lo entendió mejor cuando la tina se fue llenando y el vaho y la vibración del agua redefinieron sus contornos. Es lo bueno de reflejarnos: somos otros, los que nos gustaría ser y al mismo tiempo lo que queremos ocultar.






El agua, explica la ciencia, es la suma de pequeñas cadenas de moléculas que entran en tensión superficial. En palabras más simples: son miles de millones de gotas que se funden y forman un solo cuerpo. Pero bajo la ducha, esa masa homogénea se divide y estalla contra nosotros. En tres minutos bajo el influjo del agua, recibimos tal cantidad de diminutas gotas que resulta imposible determinar la cifra. Nosotros, los que acostumbramos desdeñar lo pequeño, nos bañamos a diario con esa suma de diminutas gotas. Nosotros, los que no vemos las partes sino el todo, pocas veces nos percatamos de que son moléculas en lucha las que se desprenden al vuelo.





Belén se dedicó a lo que hace cualquiera en la soledad de un baño: a dejar atrás la tensión y a mimarse un instante. Mientras lo hacía, indiferente al disparo de la cámara, fue evidente lo que el agua propicia: la posibilidad de olvidarnos de nosotros mismos. De no ser. De dejar atrás el estado de alerta permanente que nos embarga. En ese momento, fue más bella que antes: bella porque no posaba. Porque fluía como el agua misma.




Crecí con el dicho de las abuelas que decían, a manera de ironía: "es como llover hacia arriba". Y esa ironía era una burla a las ideas distintas, a las propuestas que contrariaban lo ordinario. Y así, desde niños, me fui acomodando al orden hasta creerme que solo llueve en una misma dirección. Ahora sé que la gravedad sea implacable y así es. Pero bien vale la pena intentar sacudirse al viento y derramar agua en dirección contraria. No importa el efecto de la gravedad. Lo importante es el efecto de liviandad que queda tras arriesgarse e intentarlo. 




Esta  niña, a la que el enero de ráfagas de viento indomables le arrebata el balón de plástico en Santa Marta, tendrá que nadar contra las olas para rescatar un objeto que había comprado a dos mil pesos a un vendedor ambulante en la playa apenas unos minutos atrás. La lección no quedará aprendida, porque ese mismo día más y más gente verá cómo el océano se traga las bolsas plásticas y las botellas desechables, los envoltorios de papas fritas y decenas de artículos pequeños que terminan engullidos por las olas. Pero la gente parece olvidar que lo que lancemos en una superficie tarde o temprano saldrá a flote. Incluso si es tan grande como el océano o tan pequeño como
un vaso de agua, se hará evidente. Pensamos que no hacemos daño, y esa aparente inocencia nos da la tranquilidad de contaminar sin pensar que, tarde o temprano, de esa agua misma beberemos o en ella nos bañaremos.




Con motivo del Día Mundial del Agua, agua ofrezco en esta imagen. Y al margen, nosotros, siempre nosotros, los seres humanos, porque somos quienes más la seguimos afectando. Hay un sentido ulterior en la fotografía: el de la pareja que se reencuentra frente al espectáculo renovador del agua. Así debería ser siempre: ante este infinito deberíamos entender que los problemas son todas las veces secundarios y simplemente rendirnos a la belleza y nada más.

Título: contemplación. Técnica: Fotografía blanco y negro 2012.





Es irónico que sea el agua la misma que da el placer y la que brota cuando hay dolor. En el Día Mundial del Agua derramamos lágrimas por el líquido perdido y celebramos el que podemos disfrutar.  Pero como siempre, después de las lágrimas está la claridad. Es el momento de actuar.

Título: Lágrima. Técnica: fotografía blanco y negro 2012. Modelo: Íngrid Escobar



 


El agua nos revela tal como somos: duales, imprecisos, siempre en movimiento, seres huidizos. Contraria a los espejos, que solo muestran lo que está y lo tangible, el agua permite la distorsión y deja ver el rostro oculto de los seres humanos, atormentados por una sed interna que los demás desconocemos.






¿Vamos hacia algún punto? ¿Hay acaso un destino? ¿O solo nos dejamos arrastrar adonde nos lleve la marea? Somos como gotas de agua en busca de otras gotas, en un océano en el que lo más factible es nunca hallar una costa. Permaneceremos a la deriva, siempre haciendo agua en un bote que se inunda y nunca alcanzamos a achicar.







Entre más cerca esté la luna de la Tierra con más fuerza se perciben los ciclos del mar. La idea de las mareas me llevó a que esta propuesta relacionada con el agua estuviera ligada a lo femenino. La mujer es ciclo y flujo, movimiento y estados en permanente cambio. Al igual que las mareas, es capaz de ser la ola que estalla o de asumir la suavidad en las orillas, que es lo mismo que adoptar firmeza, ternura o sensualidad de acuerdo con las circunstancias. En un mismo cuerpo, la mujer, como el agua, es capaz de abarcarlo todo.